Siempre me sorprendía el que mi hija me describiera en la escuela como una mamá con mucha paciencia. Porque nunca ha sido ésta mi virtud, la verdad. No sé de dónde lo sacaba…
Soy impaciente y tiendo a precipitarme. ¡Incluso les parezco hiperactiva a algunas personas! De manera que mi reciente estado casi-reposo me está resultando una experiencia nueva.
Hace diez días me lesioné al final de una jornada deportiva con los niños de Pondicherry. ¡Suerte que fue al final! Cual Messi, Piqué o Pujol -que yo no me ando con chiquitas- me autoprovoqué una rotura fibrilar isquiotibial.
O sea, un dolor de narices y una inmovilidad terrorífica durante la primera media hora. Luego, poco a poco, fui recobrando algo de movimiento y puede acabar cojeando, soplando y con ibuprofeno mi periplo por la Índia.
Pues ahora estoy en proceso de recuperación. Lo que significa sobretodo caminar y moverme muy despacio. Redescubrir la lentitud, con toda la frustración que supone olvidarme de entrenar por unas semanas… tal vez meses, snif.
Pero también con la ventaja de ver el entorno de otra manera. La vida lenta también es vida. De hecho, siempre creí que las rocas están vivas y no muertas, sólo que sus tiempos son diferentes. Ahora me identifico más que nunca con el mundo mineral.
Me salto el vegetal y no exagero: Las ramas de los árboles meneándose anárquicamente por el viento me resultan demasiado agitadas.
Una nueva santa en mi santoral particular.