Tres días en la montaña, frío y sol anticiclónicos, una lección de acuarela en pleno campo con el amigo Tom, un muñeco de nieve, caminar y caminar, un almuerzo en el refugio tras la excursión, el crec-crec de las botas rompiendo el hielo, el verde, verde, verde, un juego de naipes que no conocía del amigo Rafa y pillar la idea sibarita de un grupo de franceses que brindaron con vino y vasos de cristal en la cima del Roc de la Calma.
Tal vez es pequeña, pero se llama felicidad, sin ninguna duda. Gratuita o, al menos, muy barata. Es la que yo he saboreado estos días. Disfrutando del lujo de no estar en guerra, de no pasar hambre, de no sufrir enfermedades ni soportar desastres humanitarios.
Nuestra pequeña felicidad, sin mala conciencia. La que encontramos más fácilmente cuando estamos en la naturaleza, sueltos y libres, conversando, jugando y aprendiendo de nuestros amigos.
Estoy convencida de que no sólo los niños padecen el transtorno por déficit de naturaleza que denuncia Richard Louv. Yo también lo padezco, porque me siento mal y añorada cuando llevo demasiado tiempo sin pisar el campo.
Mi deseo egoísta para el 2015 es asalvajarme un poco más. ¿Quien se apunta?