Creo que los que tenemos o hemos tenido familiares con Alzheimer enfermedades similares nos hemos preguntado alguna vez si vamos a ser capaces de darnos cuenta de nuestro deterioro cognitivo antes de que éste despliegue su fuerza devastadora.
¿Vamos a poder proteger a nuestros seres queridos de nosotros mismos? ¿Vamos a tener buenos amigos que en lugar de callarse para no hacernos daño encuentrarán la manera cariñosa pero firme y clara de explicarnos lo que pasa? Y en caso de que tuviéramos esa suerte ¿vamos a ser capaces de reaccionar?
Lo que a nivel familiar y de círculo de amistades es una pequeña tragedia, un ejercicio dificilísimo de equilibrio entre la responsabilidad fraternal y la libertad personal, a nivel social adquiere dimensiones grotescas.
¿Cuántas personas con responsabilidades políticas o económicas de alto nivel están afectadas por enfermedades mentales? ¿Y cuantas decisiones absurdas, tomadas por esas personas hunden en la miseria a trabajadores, a subalternos o a la propia empresa u organización?
A lo lejos, leyendo una noticia o viendo por la televisión una de estas personas enfermas, podemos interpelarnos ¿qué está pasando? ¿por qué nadie le para los pies? ¿es que todos se han vuelto locos?… Nos indignamos un poco y seguimos adelante.
Pero cuando nos toca de cerca, porque es nuestro jefe en la empresa, nuestro presidente en el consejo de administración, nuestro líder visionario en la ONG, o uno de nuestros políticos con poder para cambiarnos las reglas del juego… bueno, entonces nada es tan sencillo como indignarse a distancia.
Por lo pronto, parece que nadie del entorno cercano, del círculo de incondicionales, otorgue al hecho la importancia que tiene. Se niega, se trivializa o se mira hacia otro lado. Cualquier cosa menos actuar responsablemente, lo cual comportaría enfrentamiento, malestar, riesgo de ser excluido del círculo de lameculos, descenso de categoría, tal vez la pérdida del puesto de trabajo…
El cuento del rey desnudo pierde aquí su gracia y se convierte en un drama. Porque, además, a diferencia del relato original de Hans Christian Andersen, el rey no se ve desnudo a sí mismo. Su enfermedad le ciega. Y por tanto, no podría admitir la verdad si la escuchara.
Me preocupa mi potencial riesgo de Alzheimer, claro que sí. Pero todavía me preocupa más estar en manos de dirigentes enfermos mentales. Pienso sinceramente que es un problema gravísimo de salud pública.
La imagen que acompaña este post corresponde a dos ilustraciones del amigo Jordi Barba, para La Vanguardia, sección de Opinión.
 
 
 
 

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