Llegué al barrio una tarde lluviosa de octubre de 1971. El autobús salía de la Plaza de España y dejaba en la Gran Vía, en la periferia entre industrial y agrícola del barrio.
La Rambla Marina, que hoy es la arteria principal de Bellvitge, no estaba urbanizada y me llené de barro hasta las cejas. En aquella época, llover era casi sinónimo de inundar. Todo era intenso y el tiempo pasaba mucho más lentamente que ahora. Ni siquiera Franco se moría del todo.
Me fuí del barrio en el 2004. Pero en realidad no me he ido del todo, porque Bellvitge es parte de mi historia y de mi identidad: la época de la banda del Lucas, del Cacao, de las asambleas de vecinos, del CUAMB, del plan parcial, de las serpientes y rebaños de ovejas en el campo de rugby, de las lagunas improvisadas después de la lluvia y una piragua solitaria cruzándolas.
De las ásperas reuniones de vecinos de escalera, del rastro de la droga, del SPAR, de los bajos, de la farmacia del Salvador, de las excursiones y las colonias con los niños, de la primera fiesta mayor del barrio y el numerito de mimo que montamos, de la vuelta a la residencia corriendo -apenas 14 minutos-, de la llegada del metro y de la inuaguración del parque. De la voz de Olga y las baladas de Arrels, mi música de fondo del barrio.
Y sin embargo, ¡sólo me quiero permitir 5 minutos de nostalgia! Ni uno más. Cualquier tiempo pasado fué peor, aunque fuera tiempo luchador y heroico.
Estoy fascinada con lo que se está preparando con el 50 aniversario del barrio. Y emocionada y feliz. Porque a pesar de las dificultades y la precariedad, hay motivos para celebrarlo:
Ojo de Buen Cubero, la Fundició, la biblioteca, una exposición en el colegio de arquitectos, unos estudiantes de arquitectura que proponen medidas de mejora de accesibilidad…
Si años atrás agradecimos a los héroes del barrio la lucha exitosa por frenar el despropósito urbanístico, hoy debemos sentirnos agradecidos a todas las Mari Ángeles que coleccionan y difunden razones para sentirnos orgullosos en este aniversario.