Todos los agostos que puedo huyo del calor bochornoso de la ciudad y busco naturaleza donde haga frío al menos por la noche y de madrugada. Lugares donde ponerse una chaqueta por la tarde y donde, a ser posible, me sorprenda la lluvia algún día.
El Pirineo central francés, con sus nubes bajas matinales, es uno de mis terrenos de juego favoritos, que reúne todas estas condiciones. No está muy lejos, lo conozco bien y, en cierto modo, me funciona como una dilatada, vaporosa y compartida segunda residencia.
Pero ya me estoy asustando. Una vez me preguntaron qué cosa me daba más miedo y respondí que el cambio climático. Bueno, pues al parecer ya se están precipitando sus consecuencias.
Y tal vez no tarde mucho en tener que rehacer mis aficiones, porque ya no va a ser tan fácil bañarse en un lago o cargar la cantimplora con agua de la fuente, porque ambos van a estar secos.
A través del twitter de Óscar Martín me llega el informe sobre la desertización que está afectando ya, dramáticamente, el sur de la Península Ibérica, desde Lisboa hasta Alicante. Y sube.
Greenpeace me avisa sobre la invasión de plástico que sufren los océanos, el que producimos, despilfarramos, usamos como arma letal contra la vida marina y, además, nos lo tragamos atomizado en pedacitos casi invisibles.
Leo una entrevista a Eudald Carbonell en que alerta sobre el colapso de la humanidad al que nos estamos acercando velozmente, como consecuencia de un modo de producción y de vida profundamente injusto.
Y finalmente, a través del diario Ara salta la noticia sobre dos investigaciones diferentes, publicadas en la revista Nature Climate Change, que confirman que el calentamiento global ya nos está llevando al desastre ambiental irreversible.
Por eso me parece, desde la placidez del baño en el lago Bersau del Pirineo atlántico francés, que estoy en los últimos momentos del paraíso. Doy gracias por ello. Pero el miedo ya no me lo quita nadie.