Soy una ferviente defensora de la educación de las habilidades para la vida en general y de la empatía en particular.
Con el tiempo una se da cuenta hasta qué punto acaban siendo clave estas capacidades tanto en las relaciones personales como en la vida laboral y los proyectos profesionales.
Pero creo que la empatía, como tantas otras, necesita un «para qué». Leo hoy en el periódico un fragmento del discurso antieuropeo y reaccionario de Farage, líder del partido británico UKIP, y descubro una buena dosis de capacidad empática cuando expresa:
«La inmigración es buena para los ricos, que tienen que pagar menos por las niñeras, los jardineros, los chóferes y el cuidado de los padres, pero un desastre para los trabajadores, que han visto reducidos sus salarios en por lo menos un 14% debido a la competencia de polacos, rumanos y demás…»
¿Cuantos trabajadores británicos empobrecidos pueden sintonizar con este enunciado y sentirse comprendidos y acogidos por quien lo pronuncia? Muchísimos.
El orador ha sabido conectar con los miedos de la audiencia que desea, y también hacerse cargo de su situación vulnerable. Al demagogo no le suele faltar empatía, va sobrado.
Creo que la empatía necesita la brújula ética para orientarse en un sentido o en otro. Sin valores de referencia, la empatía puede ser una herramienta eficaz y seductora para embaucar, engañar o hundir a las personas.
Porque todo se puede pervertir, incluso las cosas buenas y deseables si se utilizan sabiamente para fines perversos.