Hace años el amigo Alberto Croce me contaba una anécdota muy reveladora de su barrio Malaver-Villate, en el municipio Vicente López, cercano a Buenos Aires.
En el proceso de remodelación del que había sido un barrio de barracas, la cooperativa de vecinos tuvo ocasión de diseñar y decidir cómo iban a ser las futuras viviendas, un auténtico logro fruto de su lucha vecinal por unas condiciones de vida dignas.
Los vecinos decidieron en asamblea renunciar cada unidad familiar a unos cuantos metros de su futura vivienda a fin de liberar espacio para construir un centro social para el barrio. Todos cedieron un poquito para conseguir un mayor bien común.
Recordé esta anécdota de Alberto hace unas semanas, cuando firmé el Manifiesto por una educación democrática en valores, una iniciativa de cinco excelentes profesionales de la educación: Jaume Carbonell (Diari de l’Educació), Miquel Martínez (Profesor de la Universitat de Barcelona), Josep Mª Puig (Profesor de la Universitat de Barcelona), Jaume Trilla (Profesor de la Universitat de Barcelona) y Pedro Uruñuela (Asociación Convives).
Parto de la base de que lo propio de un manifiesto de este tipo es recoger líneas generales y convicciones de un amplio sector de personas. Y que, por otro lado, cada persona individualmente tal vez hubiera redactado alguna de sus partes de manera diferente, matizando o ampliando. ¡Hay que asumir que es imposible que el texto nos encaje a todos como un traje a medida! Más bien es como una camiseta de talla única en la que nos podemos sentir suficientemente a gusto, sin ponernos innecesariamente picajosos en los detalles.
Y justamente ésta es, para mí, una de las lecciones más importantes y más difíciles de aprender de la democracia: democracia es pluralismo. No sólo pluralidad.
En democracia, la pluralidad, es decir, la existencia de mayorías y minorías, de sensibilidades y prioridades diferentes, no debería ser una molestia, sino una necesidad. Una sociedad democrática no es uniforme, ni -y aquí está lo nuclear y lo difícil de aceptar- es deseable que lo sea. Por tanto, debe ser pluralista además de plural.
Si hay mayorías y minorías, formar parte de la mayoría no puede convertirse en la justificación de la opresión, marginación o ninguneo de las minorías. Si me considero una persona progresista, debo entender que en mi sociedad democrática habrá personas conservadoras y no puedo pretender taparles la boca para que no se oiga su voz.
En democracia hay que aprender a pactar. Pactar quiere decir ceder, es decir, estar dispuesto cada parte a perder un poco para que el conjunto, la comunidad, consiga mayor cohesión y mejor convivencia. Como hicieron los vecinos de Malaver-Villate.
Y a veces habrá que pactar la divergencia, maravilloso concepto que significa comprender sin compartir el punto de vista del otro para reconocerle un lugar en el escenario social y para no poner obsesivamente el foco en la diferencia: Sé que no pensamos igual, pero reconozco tu espacio y estoy dispuesta a buscar dónde están los elementos de convergencia entre tu y yo para poder construir algo juntos.
Firmé el manifiesto convencida e ilusionada, sabiendo que si lo hubiera escrito yo, probablemente hubiera acentuado la necesidad de que la democracia considere el pluralismo como un bien común, y que nuestros niños, niñas y jóvenes puedan crecer con esta profunda convicción.