Tal vez la montaña y el aire puro que he tenido el privilegio de disfrutar este agosto me han emborrachado de ingenuidad, me han inundado de espejismos o me han sacado de la realidad, vete tu a saber.
El caso es que no dejo de pensar -sería mejor decir soñar- en una idea que me resulta tan bonita como improbable, sobre todo a las vísperas de un otoño que se acerca políticamente crispado.
Me gustaría que se estrenara un nuevo estilo de tertulias políticas, donde no hubiera espacio para la descalificación, el insulto o el desprecio. Y no hubiera espacio porque se basara en un compromiso firme por parte de los tertulianos.
Un código de conducta pactado previamente, con pocos y claros epígrafes:
- Los participantes al llegar se miran a los ojos y se saludan.
- Durante el debate, se escuchan atentamente y no se interrumpen ni hacen gestos para descentrar al otro.
- Utilizan un tono de voz razonable, sin gritar ni descomponerse. La pasión no es excusa para la agresión.
- En ningún caso insultan ni descalifican personalmente al adversario. Diferencian claramente la persona de sus opiniones y creencias.
- Al final están obligados a reconocer cuál sería el terreno común en el que podrían coincidir con el adversario.
- Y el broche final: deben reconocer algún aspecto positivo en los otros a pesar de las diferencias.
Ya sé que una tertulia respetuosa y amable parecerá cuando menos naïf y poco atractiva, mediáticamente hablando. Eso es porque nos hemos acostumbrado al insulto y la grosería.
El periodista Giles Tremlet decía en una entrevista: Me preocupa el lenguaje. ¿Qué te queda después de llamar a alguien nazi? No puedes ir más allá. Es el último eslabón. Me preocupa que la violencia de las palabras llegue a otra cosa algún día.
Yo también estoy preocupada. Es urgente deshabituarnos a la violencia verbal para poder restaurar la salud mental y la convivencia a todos los niveles, para poder asumir que la democracia implica pluralidad de opciones y opiniones.
Un debate político civilizado es hoy altamente improbable, pero quiero pensar que, por lo menos, no es imposible.