Hay semanas, como estas últimas, en las que apetece oír o ver sólo cosas bonitas, hablar sólo con personas encantadoras, estar sólo en lugares acogedores, poder cerrar los ojos y pensar que, a pesar de todo, vale la pena ser y estar aquí y ahora.
Y si además la belleza encontrada nos ha sido hasta el momento desconocida, ha estado oculta o nos resulta totalmente inesperada, entonces el goce es mayúsculo.
Hace una semana me sorprendió en la prensa el anuncio de la exposición de una pintora de la cual no había oído hablar jamás. La noticia iba acompañada de unas imágenes fascinantes y me picó la curiosidad. ¿Quién sería Lita Cabellut?
Bicheando -¡cómo me gusta esta palabra!- en internet acabé convencida de que era imprescindible conocer la obra de la artista. Anteayer por la tarde fui a la exposición, en medio de una tromba de agua como hacía tiempo que no caía en Barcelona.
Fue un descubrimiento alucinante. La fuerza que desprenden sus retratos burbujeantes, la magnitud de los lienzos, la increíble expresividad de las miradas convirtieron la visita en algo mágico y sanador. Sólo una persona extraordinaria puede crear de esta manera. No salí de la exposición como había entrado.
Lita Cabellut es la pintora española más cotizada del mundo y aquí apenas la conocemos… ¿cómo puede ser eso? Vivió en condiciones muy precarias, mendigando por la calle. Hasta los doce años no supo leer ni escribir y su vida dio un vuelco cuando su familia adoptiva la llevó a visitar el Museo del Prado.
Es una biografía tremenda, – dice en una entrevista- pero me da pena que se explote el lado sensacionalista de la madre que me abandona. Soy mucho más que una huérfana. Soy la madre de David, Arjan, Luciano y Marta. Una luchadora en un medio masculino. Una poeta original. Una artista. Aunque mi pasado de niña de la calle haya sido muy útil para entender la vida.
Le doy las gracias a Lita Cabellut por haberme regalado un baño de belleza, un espacio y un tiempo de contemplación en medio de unos días fuertes, de odio y de fuego.